Cobarde. Me dicen cobarde y yo también.
Cada vez que me animo nace un dolor en mi pecho que se extiende a lo largo, ancho y profundo de mi cuerpo, un dolor como un golpe constante que altera mi pulso y destruye el orden natural de las cosas. Como una patada en el tórax que se roba el aire por minutos enteros. Pierdo el control sobre mi cuerpo, mis manos tiemblan intratables, mis gestos se convierten en un caos, una lluvia de nervios desatados que delatan. La sangre fluye como un río embravecido, el color de mi rostro va cambiando lentamente, en completa sintonía con el calor incontrolable. La transpiración, el olor a miedo. Todo sucede sin que yo lo piense. No hay una orden deliberada ni una intención más o menos premeditada. Las palabras brotan entrecortadas, tímidas, como si la duda que llevo dentro hubiese contaminado hasta el último sonido de la sílaba final. Mi mente viaja a 2000 kilómetros por hora y se adelanta tanto que me pierdo y vuelvo a empezar, a calcular. Demasiado cobarde.
Y entonces no puedo.
Cada vez que me animo nace un dolor en mi pecho que se extiende a lo largo, ancho y profundo de mi cuerpo, un dolor como un golpe constante que altera mi pulso y destruye el orden natural de las cosas. Como una patada en el tórax que se roba el aire por minutos enteros. Pierdo el control sobre mi cuerpo, mis manos tiemblan intratables, mis gestos se convierten en un caos, una lluvia de nervios desatados que delatan. La sangre fluye como un río embravecido, el color de mi rostro va cambiando lentamente, en completa sintonía con el calor incontrolable. La transpiración, el olor a miedo. Todo sucede sin que yo lo piense. No hay una orden deliberada ni una intención más o menos premeditada. Las palabras brotan entrecortadas, tímidas, como si la duda que llevo dentro hubiese contaminado hasta el último sonido de la sílaba final. Mi mente viaja a 2000 kilómetros por hora y se adelanta tanto que me pierdo y vuelvo a empezar, a calcular. Demasiado cobarde.
Y entonces no puedo.
F.L.B. 1/11/08