martes, agosto 19, 2008

Me acordaba

Anoche pensaba en la escalera de mi casa. Redonda, sin final. Pensaba en la baranda de mármol rajado atornillada a la pared. Sentía mi mano aferrarse a la baranda arrastrando tierra muy vieja que nunca llegó a limpiarse. Pensaba o me acordaba, no se, quizás acordarse también es inventar un poco, moldear la historia a gusto, recordarla como nos gustaría recordarla. A veces nos dicen o nos muestran la historia o el pasado como una constante, como algo que pasó, donde no podemos echar mano debiendo cumplir siempre el papel de un narrador discreto, pasivo, si es que se puede. La historia es otra cosa. La historia es dar otro plumazo, es escribirla mientras se recuerda. Es, pienso, un ida y vuelta, sí, ya lo creo. La historia es un mano a mano, una suerte de penales, y hay que ser bueno para ganarle a la historia.

Hay que interactuar con el recuerdo.

Me acordaba o me inventaba, ya no sé, una escalera redonda, creo que interminable a simple vista. Es casi obvio que la escalera en algún punto debe concluir. Digo: de nada sirve un medio que conecta dos puntos si nunca puede llegarse a alguno de los dos puntos que el medio conecta o dice conectar. Bueno, es discutible. La cosa es que parecía infinita, pero no. Cuando uno se paraba debajo, al pié del primer escalón y miraba hacia arriba, la vista jugaba malas pasadas. Las personas se perdían en la vista, en la imagen que la escalera ofrecía. De todas maneras bien sabían donde comenzaba y donde concluía cada uno de los escalones. Redonda dije, un escalón blanco casi gris con las vetas bien marcadas, otro igual, y así para arriba. Nunca los conté. Me pasó que empezaba desde abajo y a cada paso, a cada nuevo escalón le enchufaba un número, preferiblemente en orden para hacer más organizada la cosa. Me distraía. No me olvidaba, no sucedía tan rápido, simplemente desviaba la mirada, maravillado con las vetas o la baranda, o la mugre de mis manos, no sé, pero seguía contando, cual autómata mientras mi mente, bien disciplinada, continuaba ambas tareas. Me acordaba de las molduras en la base de la baranda, de la forma de cada una de ellas. El problema de la distracción es que uno se concentra demasiado. Me pasaba algo curioso: cuando me daba cuenta de que mi mente continuaba contando los escalones de manera correcta, instantáneamente, perdía la cuenta. El número se borraba de mi cabeza y afluían cinco o seis números parecidos, conmutables, anagramas de los anteriores. La labor me resultaba un desafío. Jamás pude vencer esa escalera. Bueno, no lo sé, quizás si recuerdo la historia bien, pueda vencerla la próxima vez. No importa demasiado.

La fría escalera de mármol, tan fría que en el invierno trataba de evitar la baranda, y bajaba lentamente haciendo equilibrio entre las curvas, las molduras y los escalones. No es tan fácil bajar una escalera redonda, resbaladiza, sin una baranda que muestre el camino exacto, el movimiento justo. La escalera de mi casa era fascista. Un monumento al autoritarismo. Era un descomunal monumento, frío, imponente, desconfiado. Ahora creo recordar el miedo que me infundía. Esa cosa de ser el único camino posible al primer piso, la única opción. Si uno quería subir, inevitablemente tenía que pasar por el mármol, blanco, gris, frío, descomunal. Pero uno se acostumbra y las cosas, con el tiempo, pierden el horror que en sus comienzos causaron. El tiempo pasa, y quizás alguna noche uno se acuerda y ahora sí, entiende tantas cosas.

F.L.B. (7/8/08)

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