Hay que interactuar con el recuerdo.
Me acordaba o me inventaba, ya no sé, una escalera redonda, creo que interminable a simple vista. Es casi obvio que la escalera en algún punto debe concluir. Digo: de nada sirve un medio que conecta dos puntos si nunca puede llegarse a alguno de los dos puntos que el medio conecta o dice conectar. Bueno, es discutible. La cosa es que parecía infinita, pero no. Cuando uno se paraba debajo, al pié del primer escalón y miraba hacia arriba, la vista jugaba malas pasadas. Las personas se perdían en la vista, en la imagen que la escalera ofrecía. De todas maneras bien sabían donde comenzaba y donde concluía cada uno de los escalones. Redonda dije, un escalón blanco casi gris con las vetas bien marcadas, otro igual, y así para arriba. Nunca los conté. Me pasó que empezaba desde abajo y a cada paso, a cada nuevo escalón le enchufaba un número, preferiblemente en orden para hacer más organizada la cosa. Me distraía. No me olvidaba, no sucedía tan rápido, simplemente desviaba la mirada, maravillado con las vetas o la baranda, o la mugre de mis manos, no sé, pero seguía contando, cual autómata mientras mi mente, bien disciplinada, continuaba ambas tareas. Me acordaba de las molduras en la base de la baranda, de la forma de cada una de ellas. El problema de la distracción es que uno se concentra demasiado. Me pasaba algo curioso: cuando me daba cuenta de que mi mente continuaba contando los escalones de manera correcta, instantáneamente, perdía la cuenta. El número se borraba de mi cabeza y afluían cinco o seis números parecidos, conmutables, anagramas de los anteriores. La labor me resultaba un desafío. Jamás pude vencer esa escalera. Bueno, no lo sé, quizás si recuerdo la historia bien, pueda vencerla la próxima vez. No importa demasiado.
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