Me divierte escuchar las charlas de mis vecinos, las discusiones bien o mal argumentadas, el ruido de las cacerolas cuando lavan o bien el sexo desenfrenado contra la pared que bordea la cabecera de mi cama. Me divierte. Como si por momentos la inmensidad del mundo se presentara al otro lado de mi pared. Como si dejara de pensar en mí por un par de segundos. Increíble. Lo curioso es pensar si ellos escuchan lo mismo o lo piensan, si lo sienten como yo. Es gracioso acostarse el jueves a la noche y escuchar como la chica de los jueves de mi vecino escucha por vez primera lo que ha recitado noche tras noche a las chicas de los otros días: mismos comentarios para romper el hielo incómodo, mismos chistes, misma música. Supongo que el mundo será así: una sumatoria de repeticiones que se suceden en el tiempo, esperando que alguien las note, para continuar, como siempre, inmutables ante tal hallazgo.
La chica de los jueves.
Me acostumbré al sonido de la ducha al otro lado de la pared a las seis de la mañana, a la nariz de mi vecina del costado que, parece, le trae muchos problemas. Me acostumbré al mismo ruido de sillones y sillas arrastradas mal levantadas, al zapateo de tacos el sábado por la noche, al silencio total de los lunes. Me acostumbré a la basura de mi vecina de arriba siempre puntual a las 9, cual gallo cantarín.
Me divierte la chica de los jueves. Es casi espontánea y grita mientras habla sin quererlo. El problema es cuando grita de verdad, pero no puedo juzgar la intención desde acá, al otro lado de la pared del ladrillo hueco más hueco de la historia.
Es interesante como la imaginación vuela al reconocer algún sonido, al interpretar algún movimiento, alucinando situaciones desconocidas, sin contexto, entrecortadas.
Me gusta tener vecinos aunque sepa muy poco de ellos. Me gusta saber que están ahí, escuchando, al acecho, esperando ser descubiertos, esperando descubrir, cada uno en el otro, qué es lo que está haciendo. Los imagino demasiado bien: la de al lado una perfecta mitómana, alcohólica sin remedio, arriba una prostituta de mala muerte, el del otro lado un dealer a gatas elegante y poco puntilloso, de medio pelo, que le vende a los mas chicos para comprarse el estéreo que siempre soñó. El de abajo un pelotudo importante, con sus nenes desquiciados y sus dibujitos desquiciados. La parejita de enfrente, tan jóvenes y unidos por ese bebé, estancados en ese departamentito. Me deleito con sus personalidades, con los estereotipos que he creado, con las situaciones inventadas que pueden o no dar en la tecla. Pero ellos son así por más que no lo sean: los he inventado así y así serán.
Las maravillas de este mundo: poder inventarme vecinos.
Uno suele compararse con sus compañeros de piso, pero no hay vuelta que darle, uno siempre es más responsable, más callado, más ordenado, más trabajador.
Nos separan diez centímetros de aire y un poco de pintura vieja. Son, casi, parte importante de mi vida: escriben mi misma historia, pero con otro nombre.
Me gusta escuchar a mis vecinos: es como si dejara de pensar en mí por un momento, como si pudiera volver a empezar diez centímetros del otro lado del ladrillo y darle otro plumazo a la historia.
F.L.B. 24/9/08