domingo, junio 29, 2008

La historia de los que no

Me abro paso en el llano silencio de una avenida de Buenos Aires. Es doble mano, con una plazoleta ancha en el medio complementada por algunos juegos para niños, árboles y caminos para los demás. Es de noche, tarde, casi 2 de la mañana. Sigo la ruta, un paso tras otro, siempre derecho hasta algún lado, intentando llegar a casa. La calle está vacía, no hay ruido, sólo un viento que lastima la cara y los oídos, un viento que silba duro para hacer más romántica la escena. Mientras la niebla, liviana y permanente, cae sobre esta parte de la ciudad, todos, parece, duermen lindo: me parece bien, digo, son las 2 de la mañana.

La calle -decía- está vacía: ni un alma, nadie para mirar y nadie que me mire. Escucho sólo mis pasos y eso, a veces, asusta. El miedo es una persona más, alguien que está presente, detrás, delante, escondido bajo una planta o en medio de la calle. Desconocido aterrador. Allá, ahí, atrás, date vuelta, otra vez, cruzá, mirá la vereda de enfrente, cuidado con las voces. El miedo es transparente, no se ve ni se toca, aunque se hace sentir. La facilidad para sentir miedo, la idea del miedo, el miedo en sí, la búsqueda del miedo: una construcción, para algunos, provechosa. Y sino, leelo a Peña y vas a ver.

Esta noche el mundo pretende que ha dejado de ser mundo, y todo lo que eso quiere decir. Tranquilo. Tranquilidad. El miedo se fue a dormir. Está bien, digo, son las 2 de la mañana.

En los paliers de los edificios mas caros, algunos muchachos de seguridad fuman el día que pasó mientras miran las cámaras blanco y negro o lo que queda de la tele de hoy para mantenerse despiertos, en guardia. Sin miedo. Después de caminar mucho por esa avenida cruzo, de frente, un banco de plaza ocupado por dos jóvenes bien abrigados. No es para menos, el frío se siente, ahora, dentro de uno. Uno fuma, inclinado hacia adelante, en silencio; el otro lo mira y algo piensa, sin embargo, nada dice: algo está pensando. Y aunque quiero, no me detengo a preguntarle qué es. Cuando llego a Cabildo doblo pegado a la esquina y me topo con un muchacho que también dobla y se sorprende tanto como yo. Miedo. Casi nos chocamos. Nos esquivamos escuchando el roce de nuestras camperas, sí, así de cerca. Nos esquivamos decía, y seguimos con nuestra vida. De eso se trata, de seguir con nuestras vidas, fumando, pensando, mirando lo que queda de la tele o caminando, tratando de ir hacia algún lado, tratando de no tener miedo. Al doblar en esa esquina el escenario cambia, es decir, vuelve a la normalidad. La ciudad nos recuerda, de tanto en tanto, que todavía estamos acá: las bocinas vuelven a escucharse, los autos pasando rápido por la avenida, el colorido luminoso de los carteles, los bultos acobachados en las entradas de los bancos o negocios, tapados únicamente por estrellas o por nubes húmedas que devienen frío, crudo frío y una noche más lejos de casa.

“De eso se trata todo acá, de seguir con nuestras vidas.” Já.

Uno de los bultos está de pié intentando prender un cigarrillo o lo que queda de él; el mundo, a su alrededor, nunca se detuvo. Lo peor, lo peor de todo, es acostumbrarse: a verlos un día más -otro día más-, a aceptar la realidad, a hacer de cuenta que no están, que no existen. Miedo. Miedo al otro. Al costado, casi como broma pesada, hay un afiche que muestra jóvenes exitosos con sonrisas blancas y traje azulino invitando al éxito total. La publicidad y la mentira: encontrá las siete diferencias si podes.

Sigo por Cabildo tratando de pensar en algo más. No puede acabar todo ahí en esa estúpida publicidad, en ese contraste asqueroso. Me niego a aceptarlo, tiene que haber algo más, algo más, algo más.

Camino un poco, camino, doblo, doblo de nuevo y llego a la puerta del edificio de mi casa. La calle parece vacía, otra vez. Son las 2 de la mañana y está bien. Enfrente, detrás de un árbol a mis espaldas, aparece: una joven pasea un perro de esos chiquitos que siempre están enojados, de esos que denuncian desaforados la más mínima sospecha, de esos que son demasiado perros, una exageración, para tan pequeño tamaño. La joven, con un gorro negro de lana y bufanda roja lo contiene con su voz y con la correa por si la voz falla. La voz, a veces, falla. No puedo ver su cara. Mientras meto la llave en el cerrojo siento que se va con su perrito bravo, no la miro, pero siento que se escapa, de nuevo, como todo ¿De eso se trata?

Sería mejor quizás volver todo atrás, sobre mis pasos y quedarme con los bultos acobachados, hacerles alguna pregunta y volverme contento, pensando que mañana alguien va a leer lo que tuvieron para decir, que alguien los va a tener que leer, lamentablemente, por imposición mía. Mientras me voy a dormir pienso que no es justo para los acobachados que yo obligue a nadie a escuchar sus voces. Pero no porque no sea la manera, sino porque no hay peor sordo: lo que se ve, -lo que vemos todos los días aunque hagamos de cuenta que no lo vemos- a veces, no necesita intermediarios sino que habla por sí mismo.

“El mundo, a su alrededor nunca se detuvo.”

De eso se trata todo. La dejo picando.
F.L.B. (24/06/08)

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